Capítulo 1

EL FUTURO

Año 2030.

La vida cotidiana de hace apenas seis años se ha desvanecido por completo. No, los autos aún no vuelan —¡claro que no!—, pero la tecnología ha avanzado lo suficiente como para rastrear en tiempo real cada movimiento, cada perfil, cada huella.

Este ya no es un mundo de matices suaves. Todo está sometido a un sistema rígido, orquestado por algoritmos que diseñan con precisión quirúrgica la agenda de nuestro tiempo y nuestro espacio.

La humanidad, reducida y fragmentada, ha sufrido golpes irreparables: pandemias, guerras, violencia sin tregua, y el desempleo masivo, consecuencia inevitable del ascenso de la inteligencia artificial.

Tik tak... tik tak…

Observo el reloj analógico, quizá el último de pulso que aún sobrevive. No quiero seguir perdiendo el tiempo… pero ya soy esclavo del nuevo orden.

Miro fijamente la ventana empolvada de mi hogar. Allá afuera, la vida —o lo que queda de ella—se arrastra con dificultad. No es nada fácil levantarse ante la adversidad de lo que hoy llaman un "día normal".

EL PRESENTE

3:00 a. m.

Otra vez.

El corazón golpea como si quisiera romperme las costillas para escapar. Me incorporo y escucho el silencio… pero no es un silencio vacío, sino uno cargado de electricidad, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración. El viento, siempre el viento, se cuela por las rendijas. Ya no es el mismo de antes: ahora su sonido es áspero, irregular, como un animal herido que ronda mi ventana.

Antes —aunque ya casi no recuerdo cómo era antes—, las madrugadas tenían otro olor. El aire sabía a tierra húmeda, no a óxido y polvo químico. Ahora, incluso las nubes parecen fabricadas.

Me miro en el pequeño espejo junto a la cama y recuerdo: 067. Ese es mi nombre oficial. Ese soy yo en los registros del Sistema de Control Biometrico Unificado. Lo implantaron hace cinco años, después de “la crisis”. Nadie explica bien qué crisis fue, pero la usaron como excusa para reorganizar el planeta. “Contra amenazas globales”, dijeron. Nunca especificaron de qué tipo. Quizá porque la amenaza siempre fuimos nosotros.

El trabajo ya no se busca, se asigna. Comer ya no es cuestión de hambre, sino de turno. Una pantalla te indica cuándo puedes comprar pan, cuándo jabón, cuándo papel. Y si llegas tarde… pierdes el derecho hasta la próxima fecha autorizada.

Hace dos inviernos intenté cuestionar el sistema. Una frase apenas, pronunciada en voz baja a un viejo amigo:

—Esto… no está bien.

Esa misma noche, mi terminal se bloqueó y estuve tres días sin ración de agua. Aprendí la lección. Aquí, las paredes escuchan, y las palabras cuestan.

Muchos no resistieron la nueva normalidad. Los llamaron “insumisos” y se apartaron. Formaron lo que ahora conocemos como comunidades libres. Pequeños núcleos humanos que cultivan su propia comida, comparten lo poco que tienen y viven sin tecnología. El tiempo allí se mide por el canto de las aves y no por el zumbido de un dron.

Pero esa libertad tiene un precio. El gobierno —o lo que queda de él— los llama “inadaptados” y les recuerda su lugar con fuego. Quemar sus huertas se ha vuelto rutina. No matan a las personas, matan lo que las mantiene vivas. Ellos emigran. Siempre emigran.

Hoy me asomé por la ventana y vi columnas de humo en el horizonte. Otra comunidad menos. Otra prueba de que la independencia ya no cabe en el mundo que nos diseñaron.

Cierro los ojos y me pregunto: ¿cuánto tiempo más hasta que mi número deje de aparecer en el sistema? ¿Qué pasará cuando eso ocurra?

No lo sé.

Pero sigo despertando a las 3:00 a. m., esperando un amanecer que quizás ya no exista.

No debería estar aquí.

Lo sé.

Pero algo me obligó a quedarme, a mirar. Quizá para recordar por qué debo irme… o para grabar en mi memoria lo que le ocurre a quienes se atreven a salir del círculo.

Frente a mí, cuatro cuerpos cuelgan en silencio. El viento mueve sus ropas rasgadas como banderas de un país que ya no existe. No gritan; ya no pueden. La carne rota, los ojos vidriosos, la piel abierta por el sol y la lluvia. Los llaman impostores, pero yo sé la verdad: eran jardineros, constructores, madres, niños que decidieron no vivir según un calendario impuesto por un algoritmo.

Uno de ellos todavía respira. Lo veo entreabrir los labios resecos y formar una palabra muda: “corre”.

Entonces comprendo que no puedo quedarme. Que si sigo aquí, seré el siguiente en esa cruz. La idea no me asusta… me aterra desperdiciar el único acto de rebeldía que me queda: huir.

Esa noche preparo mi mochila. Un trozo de pan, un cilindro de agua, la navaja que escondo desde antes de la Gran Reforma. Afuera, las calles están vacías, iluminadas solo por el reflejo frío de los drones que patrullan. Cada diez minutos, el sonido metálico de sus hélices corta el aire. He memorizado el patrón: sé cuándo se alejan y cuándo vuelven.

Mi destino está claro: las comunidades libres. Esos núcleos ocultos en bosques, montañas y ruinas, donde la vida se mide por amaneceres y no por notificaciones. Pero llegar hasta allí es otra historia. Entre aquí y allá, hay kilómetros de terreno vigilado, detectores de calor, trampas humanas y la peor amenaza de todas: los Recolectores, grupos de civiles al servicio del sistema, dispuestos a entregar a cualquier fugitivo por dinero digital.

Me muevo en silencio. Cada paso es un latido. Cada sombra, una posible trampa.

A la distancia, el último crucificado deja de respirar.

Y yo… yo acabo de empezar a hacerlo.

Día 1 fuera del perímetro

El aire huele distinto. Más frío, más denso… más vivo. La ciudad quedó atrás, pero su sombra me sigue. Camino sin encender la linterna; la luz es un grito en este lugar. Solo me guío por la línea irregular de las montañas al horizonte.

He cruzado la primera franja de seguridad. Los drones no vuelan tan lejos, pero los Recolectores sí. Se mueven como lobos: no hacen ruido hasta que ya es tarde. Una vez escuché que no te persiguen para atraparte… sino para liquidarte. Te acechan durante días, hasta que el hambre y el miedo te obligan a volver por tu cuenta.

Día 3

Encuentro rastros: huellas humanas que van hacia el norte. Alguien pasó por aquí hace poco, cargando peso. Quizá un fugitivo como yo. Quizá una trampa.

Sigo.

Día 5

Duermo mal. Las pesadillas están llenas de cruces y cuerpos balanceándose al viento. Al despertar, creo escuchar pasos detrás de mí, pero nunca veo a nadie. El bosque empieza a cerrarse y el suelo está cubierto de hojas secas que crujen como huesos.

Día 7

Por fin, algo. Una fogata apagada, restos de maíz tostado y un trozo de tela con símbolos extraños: círculos concéntricos y una espiral en el centro. La reconozco: es la marca de una comunidad libre. Significa que estás a menos de un día de camino.

Día 8

Llegué.

Me reciben en silencio. Son hombres y mujeres de rostro curtido, ropa gastada y miradas que pesan más que cualquier interrogatorio oficial. No sonríen. No celebran mi llegada. Me observan como si quisieran leerme por dentro.

Un anciano rompe el silencio:

—Aquí nadie es libre hasta que demuestra que lo merece.

Me llevan a una cabaña apartada. No me encierran… pero me vigilan. Descubro que no usan relojes ni calendarios; miden el tiempo con rituales y tareas. Trabajan de sol a sol, sin órdenes, pero con una disciplina que casi parece militar.

La primera noche me doy cuenta de algo inquietante:

No hablan del pasado.

Nunca.

Si lo mencionas, cambian de tema o se alejan.

Entiendo que he llegado a un lugar seguro… pero no necesariamente a un lugar inocente.

Día 14

Ya me han asignado tareas: recolectar leña, cuidar el huerto, cargar agua del manantial. El trabajo es duro, pero no me quejo. Aquí nadie se queja. No porque estén conformes… sino porque aprendieron que las palabras pueden ser cuchillos de doble filo.

Pero algo no encaja.

Por las noches, cuando el fuego se apaga y solo queda el crepitar de las brasas, escucho murmullos que no entiendo. No son oraciones, pero suenan como un canto bajo y rítmico, pronunciado en un idioma que nunca había oído. Al preguntar, me dicen que son “viejas canciones para ahuyentar al miedo”.

La tercera noche decido seguir el sonido. Me muevo en silencio, bordeando las chozas, hasta que llego a un claro iluminado por antorchas. Ahí están casi todos, formando un círculo perfecto alrededor de algo… o alguien.

Es un joven atado de pies y manos, arrodillado en el centro. Sus ojos son dos pozos de pánico. Uno de los ancianos sostiene una daga de piedra.

—Has roto el pacto —dice con voz grave.

Entonces lo entiendo. Estas comunidades no solo se esconden del sistema…

Huyen de él porque tienen su propio sistema. Uno con reglas antiguas, inquebrantables, y castigos que no necesitan drones ni cámaras.

La daga baja lentamente, y el silencio se vuelve insoportable. El joven tiembla, pero no suplica. El anciano lo toca en el pecho con la punta de la hoja y todos pronuncian la misma palabra, una sola vez, como un sello invisible.

No veo sangre. No hay muerte. El chico se desploma y dos hombres lo levantan. Lo llevan fuera del claro, hacia el bosque. Y ahí está lo peor: cuando vuelve, ya no es él. Su mirada está vacía, como si hubieran borrado algo dentro de él.

Más tarde me enteraré de la verdad: las comunidades libres tienen un pacto con el sistema. A cambio de mantenerse fuera de su control, entregan “voluntarios” para un proceso que llaman La Purga de la Memoria.

Y lo que más me aterra…

Es que ya han empezado a mirarme como si pronto fuera mi turno.

Día 17

Al principio creí haber encontrado refugio.

Aquí, lejos de la ciudad, no había drones ni patrullas. Todos trabajaban juntos, compartían lo que tenían y hablaban de “vivir en armonía”. Me dejé engañar… hasta que empecé a escuchar las conversaciones que no querían que oyera.

Una noche, mientras regresaba del cauce, me oculté detrás de una choza al oír voces:

—¿El nuevo? —preguntó uno.

—Pronto estará listo para el traslado —respondió otro.

—¿Está seguro de que cree que somos auténticos?

—Por ahora, sí.

Esa frase me heló la sangre.

Las piezas empezaron a encajar. Sus reglas, sus reuniones nocturnas, el silencio absoluto sobre el pasado… no eran costumbres espirituales, eran protocolos. Este lugar no era una comunidad libre. Era una de las colonias implantadas por el Nuevo Orden Mundial, diseñadas para atraer a los fugitivos del sistema y mantenerlos controlados bajo una ilusión de libertad.

Descubrí que, cada cierto tiempo, los “trasladados” desaparecen sin dejar rastro. Decían que se iban a fundar nuevas aldeas… pero nunca había señales de ellas.

Supe entonces que tenía que escapar antes de convertirme en uno más.

Medianoche

Empaqué lo esencial: la navaja, un trozo de pan seco, agua. El cielo estaba cubierto, lo que me daría un margen para moverme sin que me detectaran. Me escabullí por el sendero que lleva al viejo puente de madera, el único que no vigilan de noche.

Pero no fui lo bastante rápido. Un silbido agudo cortó el aire, y en segundos escuché pasos detrás de mí. No eran cazadores salvajes: eran ellos, los falsos “hermanos espirituales”, avanzando con la misma frialdad que los soldados del sistema.

Me lancé al bosque, sin rumbo fijo, guiado solo por una idea: en algún lugar debe existir la verdadera comunidad libre, aquella que vive fuera de todo control, sin símbolos vacíos ni pactos ocultos.

Corrí hasta que el cansancio me dobló las rodillas. Y allí, en la penumbra, vi algo que me devolvió un hilo de esperanza: un pequeño estandarte de tela, desgarrado, con un símbolo distinto al de la aldea.

Tres círculos entrelazados y una línea que los atravesaba.

Tal vez había encontrado la primera pista hacia la verdad.

Día 1 de la fuga

No dormí. El símbolo de los tres círculos y la línea en medio seguía grabado en mi mente como un faro en la oscuridad. No sabía qué significaba… pero algo en él me decía que no era una marca del sistema.

Guardé el trozo de tela en la bolsa interior de mi chaqueta y avancé hacia el norte, siguiendo el curso de un arroyo que parecía guiarme lejos de la zona vigilada. El agua era helada y el sonido constante ahogaba el crujido de mis pasos, escondiéndome de quienes me buscaban.

Día 3

El hambre empezó a doler más que el cansancio. Sobreviví con bayas amargas y raíces que apenas reconocía. Una vez vi un dron pasar muy alto, pero no se detuvo. Eso me confirmó que estaba fuera del perímetro de control… por ahora.

Día 5

Encontré otra señal: el mismo símbolo, tallado en la corteza de un árbol, apenas visible bajo el musgo. No era casualidad. Me acerqué y vi que bajo la marca había una flecha, apuntando hacia un sendero estrecho entre las rocas.

Avancé por allí y, tras horas de caminata, lo vi.

Una figura solitaria, cubierta con una capa de lana áspera, agachada junto a una fogata. Su rostro estaba oculto bajo una capucha, pero noté que me observaba desde antes de que yo me diera cuenta de su presencia.

—Estás lejos de cualquier camino seguro —dijo con voz grave.

—Busco la comunidad de los tres círculos —respondí, intentando sonar firme.

El encapuchado me estudió por unos segundos que parecieron eternos. Luego señaló mi chaqueta.

—¿De dónde sacaste eso? —preguntó, refiriéndose al trozo de tela.

—Lo encontré en el bosque, cerca de una colonia falsa del Nuevo Orden.

—Entonces ya sabes demasiado —dijo, y su mano se movió lentamente hacia la empuñadura de un cuchillo corto.

No retrocedí. No podía.

—Solo quiero encontrar un lugar donde la libertad sea real.

El encapuchado guardó silencio. Luego apagó la fogata de un pisotón y se levantó.

—Sígueme… pero entiende esto: si mientes, no volverás a ver otro amanecer.

No sé si me estaba salvando… o llevándome a un juicio del que no podría salir.

Pero di el primer paso detrás de él.

Hay momentos en que nos preguntamos: ¿cuál es el sentido de continuar en un mundo donde todo se ha reducido a la monotonía?

La soledad se vuelve una línea silenciosa que marca el paso del tiempo en nuestras vidas, un rastro invisible que se hace más profundo con cada pérdida, con cada ser querido que se desvanece, dejando una extensión infinita de dolor.

Ese vacío parece imposible de llenar, una grieta en el alma que ninguna distracción puede reparar. Y sin embargo, seguimos adelante.

Porque, a pesar de todo, somos humanos. Y ser humano es navegar en un océano donde el aprendizaje se disfraza de alegría y felicidad. En ese mar turbulento, el amor, la fe y la esperanza se entrelazan, formando un faro que ilumina la oscuridad más densa.

Esa conjunción —creer en ti mismo— es, mi querido amigo o amiga, el acto más profundo de vida.

Y así, en medio de esta distopía, seguimos viviendo.

¡ADVERTENCIA!

Es así como el nuevo orden llevó todo hasta las últimas consecuencias: los ricos siguen siendo ricos y los pobres permanecen pobres. La tan anhelada igualdad social quedó reducida a simples palabras, consumida por la indiferencia. Todo se ha vuelto incierto; la inseguridad ya no es una excepción, sino una extensión de nuestra vida cotidiana. Solo existe una elección: someterse al crimen organizado o sobrevivir a merced del nuevo orden.

La mitad de la población mundial desaparece como consecuencia del cambio climático. En el 2028, una cadena de terremotos desató tsunamis que arrasaron costas enteras, borrando del mapa ciudades que alguna vez parecieron invencibles.

Siempre supimos que nuestra forma de tratar a la Madre Tierra tendría repercusiones extremas. Tal vez nos confiamos pensando que esa catástrofe no nos alcanzaría, que éramos inmunes a la divergencia del caos.

Aún recuerdo cómo sonó aquel crujido de la tierra… un rugido profundo que marcó el inicio del fin.

El cielo se torno rojo y todo vimos como entre las nubes se abria un oscuro hueco eran luces de colores que iluminaban y en cada uno de nosotros una voz y miedo que solo la escuchamos en nuestro interior.

lagrimas recorrian nuestro pomulo, era un arrepentimiento de toda una vida, no podemos parar esto que se viene, es una simple llamada de atencion para que podamos tener una oportunidad mas y las proximas generaciones tiendan su mano a la gentileza y dentro de lo que alguna vez fue humanidad, sea concebido como comunidades libres.